jueves, 14 de enero de 2016

Sarcófago

   El calor era insoportable ese día de verano. La temperatura rondaba los treinta y siete grados a las doce de la mañana. Pablo se apresuró al Banco, introdujo la tarjeta en el cajero automático, necesitaba dinero para comprar un regalo a su amigo Fran, su cumpleaños era al día siguiente.
   El cajero no funcionaba. Pablo recogió la tarjeta y con el ceño fruncido llamó al timbre del Banco. Empujó la puerta y sintió un frescor reconfortante que le alivió por un momento, haciéndole olvidar la contrariedad de la avería del cajero y dispuesto a hacer cola hasta llegar a la ventanilla.
   Cuando la puerta se cerró tras de sí, Pablo miró extrañado al frente, no había ventanilla al fondo, ni gente guardando cola. Todo estaba desierto, sus ojos se clavaron en un extraño ataud apoyado en una pared. A la izquierda había una polvorienta barra de bar. Pablo pasó el dedo sobre ella y arrastró el polvo consigo. Al final de la barra había una de esas antiguas máquinas de discos que funcionaban con monedas. Pablo intentó introducir un euro, pero la ranura era pequeña, hizo lo mismo con otras monedas de céntimos pero ninguna valía. La caja registradora estaba vacía, detrás de la barra, junto a unas botellas deslucidas, estaba el bote de las propinas, Pablo lo agitó y las monedas tintinearon dentro. Volcó el bote en su mano y cayeron varias monedas de ¡peseta!. Creía estar soñando, volvió a la máquina, introdujo una moneda y eligió una canción. Todas le parecían desconocias. Pulsó la C5, correspondía a "My sweet lord" de George Harrison.

   "My sweet lord... oh my lord"
   "I really want to see you
   Really want to be with you
   Really want to see you lord
   But it takes so long, my lord"
     "Aleluyah, Aleluyah..."

   Mientras sonaba la música, Pablo continuó explorando el solitario bar. También había una máquina de pimball, de esas que anteriormente solo había visto en películas antiguas. Echó otra moneda y jugó una partida.
   La máquina sonaba mientras se iluminaban las luces y sumaba puntos. Sus ojos se apartaron un momento del juego para observar de nuevo el ataud de la entrada. Realmente era un sarcófago. La mirada de Pablo se perdió más allá de toda imagen. Recordó algo que siempre contaba su madre.
   En el barrio había un bar que se llamaba "Casa Cristóbal", donde se reunían los jóvenes, sobre todo los domingos. No se sabe por qué, pero empezaron a llamar al bar Sarcófago, por lo que Cristóbal decidió cambiarle el nombre y mandó tallar un sarcófago de madera que luego los muchachos pintaron de color dorado.
   Un día, allá a principio de los años setenta, hubo un terrible incendio, que al parecer, se inició en la cocina. La hija del propietario, una niñita de tan solo dos años de edad, quedó atrapada y murió con múltiples quemaduras y axfisiada por el humo. Desde entonces el bar permaneció cerrado durante varios años hasta que una entidad bancaria se instaló allí.
   Pablo se aproximó al sarcófago y lo tocó como acariciándolo. Era lo único que brillaba allí, como si fuera capaz de repeler el polvo.
   Paró la música y Pablo creyó escuchar un débil llanto. Sintió que le costaba respirar, veía todo borroso. Avanzó hacia una puerta de donde parecía proceder el llanto. Al abrirla sintió abrasarse la cara. Todo estaba en llamas. Ahora podía escucharlo más alto, sin duda, era un niño llorando, pero no podía verlo por la cantidad de humo acumulado. Pablo tiró de un mantel que había sobre una mesa, luego lo empapó de agua, se lo puso  entre la nariz y la boca y se adentró a la cocina en llamas. Al fondo, en un rincón encontró a una niña aterrorizada, las mangas de su chaqueta ardían. Apenas pudo ver su carita, aunque sí le llamaron la atención sus ojos verde claro y un gran lunar entre ellos. Pablo arrojó el mantel húmedo sobre la niña, la tomó en brazos y, consiguiendo abrir la puerta trasera, salió al patio con la niña.

     (Continuará...)

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