viernes, 27 de febrero de 2015

El bosque.

   Me adentré en aquel bosque buscando un poco de tranquilidad, seguí una senda hasta llegar a un paraje arbolado, tan frondoso que las copas de los árboles apenas dejaban asomar algún tímido rayo de sol. Me senté bajo un viejo roble y saqué un libro de mi pequeña mochila, me gustaba leer escuchando el trinar de los pájaros, hacía que me concentrara mejor. Sin darme cuenta, ese canto me hizo adormecer poco a poco hasta caer en un profundo sueño.
   Cuando desperté ya caía la tarde, me llamó la atención la silueta de un pequeño cervatillo, que sobre un montículo, parecía rodeado por un halo luminoso,  seguramente producido por el efecto del sol a contraluz, pero que a mí me pareció como luz espiritual. Parecía triste y desvalido. Al incorporarme huyó y desapareció entre la vegetación.
   Al día siguiente volví al bosque, no solo para leer con tranquilidad, sino mayormente por la esperanza de volver a ver al cervatillo.
   No podía concentrarme en la lectura, leía una y otra vez el mismo párrafo sin entender su significado, cerré el libro y me tumbé colocando la mochila bajo mi cabeza.
   Contemplé las mínimas porciones de cielo que dejaban entrever los árboles, el azul se entremezclaba con el verde formando un mosaico de colores que brillaban al sol. Miré de soslayo el montículo, y con tanto silencio como elegancia, apareció el cervatillo.
   Se hizo costumbre el ir a contemplar al pequeño ciervo, y aunque nunca conseguí hacerle una foto, porque era temeroso y esquivo,  parecía que él, en cierto modo,  también me esperaba.
   Una tarde ventosa el cervatillo no apareció, las hojas de los árboles volaban formando remolinos. Era otoño. A esa tarde le siguieron otras,  y ya no ví más al animalito.
   Pensé con tristeza que algún cazador podría haberle matado, y no pude contener las lágrimas.
   Continué yendo al bosque, y hasta planté una encina en su montículo. A menudo iba a regarla. Pero con el tiempo mis paseos por el bosque se espaciaron cada vez más, aunque nunca dejé de ir.
   Una tarde de primavera, cuando el sol caía, casi en el ocaso, miré instintivamente el montículo y ví la silueta de un ciervo majestuoso, envuelto en un halo de misterio, sus ojos me miraban como dos estrellas brillantes. Después miró hacia atrás y apareció un pequeño cervatillo que, alentado por el grande, se acercó a la encina para comer hojas frescas y alguna deliciosa bellota que aún quedaba por el suelo.
   Yo contemplaba la escena con ternura. ¡El cervatillo estaba vivo!. Solo había crecido, había madurado, había... vivido.
   Quise inmortalizar la escena con una fotografía, pero esta vez fuí yo quien prefirió guardar ese recuerdo para mí sola, como algo personal.
   Y un rayo de sol envolvió a los dos mientras yo me alejaba. Cuando volví la vista, seguían ahí, muy juntos, contemplándome.