jueves, 4 de junio de 2015

Cosa

   Me llamo Cosa y soy libre. La libertad tiene un precio muy alto, pero no me importa pagarlo. A veces paso hambre y frío, ya me acostumbré a ello.
   Vivo en un pueblo pesquero del Cantábrico, durante el día suelo buscar un lugar tranquilo para reposar. Al caer la tarde me acerco al puerto, donde retornan los barcos cargados de peces. Como dirían los humanos, "me busco la vida". Las gaviotas lo tienen más fácil. Los pescadores arrojan al mar los peces más deteriorados, o pequeños que no pueden poner a la venta. Los pesqueros entran en el puerto con una nube de gaviotas a su alrededor esperando su almuerzo.
   Soy gato. Para mí es un poco más difícil buscarme el sustento, sobre todo porque ya no hay cubos de basura, y los contenedores están cerrados con una pesada tapa.
   Pero me las ingenio, sobre todo en verano, cuando, en los restaurantes sacan sus mesas a la calle y la gente cena al aire libre. Yo busco una víctima, me siento enfrente y lo miro fijamente, a veces maúllo para llamar su atención, o paso mi lomo por sus piernas, generalmente siempre me dan algo de delicioso pescado. Pero debo tener cuidado que no me vean los camareros..., alguno ya me echó a patadas.
   Pero no siempre viví en la calle. En una ocasión un niño me recogió de dentro de una caja y me llevó a su casa. Me llamaba Tico, así que yo no le hacía mucho caso, ¡me llamo Cosa!, le habría dicho, de haber podido. El niño se empeñaba en querer jugar conmigo como si fuera un perro, me lanzaba una pelota para que yo se la trajera, yo miraba impasible, quieto. Entonces, él se enfadaba y me tiraba del rabo. Un día me harté y le arañé la cara.
   Su padre me agarró por la piel del cuello y me lanzó por la ventana.
   Dicen que los gatos siempre caemos de pié, sí, caí de pié, después de herirme con las ramas del árbol que atravesé.
   Aturdido entré en un portal y me acurruqué en un rincón a lamerme las heridas. Tras de mí entró Marcela, una anciana que vivía en el bajo, me recogió del suelo y me llevó a su casa. Allí me curó y me puso de comer. Me compró un cesto con un cojín, nunca había estado tan bien. Pero la generosidad de Marcela abarcaba a más congéneres míos, y poco a poco ví llenarse la casa de gatos. Ya no me sentía especial, era uno más, y la comida y la cama eran para el primero que llegaba. Al principio me peleé con alguno de ellos, pero decidí que era mejor escapar, a fín de cuentas Marcela ya ni me echaría de menos. Y de nuevo salí por la ventana, pero esta vez salté por mi cuenta, y como era un piso bajo, no me hice ni un rasguño.
   Llovía, los coches corrían a gran velocidad por la calzada levantando charcos que a mí se me hacían enormes. Un coche dió un frenazo y paró en seco. El conductor bajó deprisa y me metió dentro del auto. Su casa estaba cerca, aparcó el coche y me tomó en sus brazos. Ya dentro de casa me secó y me dió un poco de leche. Al día siguiente me compró comida de gato en el supermercado, un collar con un cascabel, y un cajón con arena, que colocó en el cuarto de baño.
   Fran era notario, trabajaba en casa, estaba la mayor parte del día en su despacho. Su vida era monótona y aburrida. Su mujer y su hijo fallecieron en un accidente de tráfico, y desde entonces era como si estuviera muerto en vida. Ni siquiera mi llegada hizo que saliera del ostracismo en el que se hallaba. Solo trabajaba, como queriendo llenar un espacio y un tiempo que siempre seguía vacío.
   Me ignoraba. Yo me acercaba a él y no me veía, creo que ya nadie podía hacer nada por devolverle a la vida. De nuevo decidí irme. Pero las ventanas siempre estaban cerradas, además era un noveno piso.
   Durante el día los clientes entraban uno tras otro. Me senté justo en la puerta de salida y esperé. Una pareja salía del despacho y se dirigía a la puerta. Me arrimé a la pierna de la señora y salí, bajé los nueve pisos corriendo por la escalera, esperando no cruzarme con nadie. Abajo el portal estaba cerrado..., el tiempo se me hizo eterno, hasta que, al fín, llegó el cartero que llamó al portero automático. Al abrir la puerta salí como un rayo.
   Y desde entonces, nunca más dejé que nadie me "salvara" de esta vida de gato callejero.
   Yo solo tuve un amo, por así decirlo, un padre, diría yo. Se llamaba Xavi, era un vagabundo que solía pescar en el malecón del puerto. Un día, cuando ya caía la tarde, vió un yate que salía del puerto. Un hombre arrojó una caja al agua y después el yate desapareció a gran velocidad. Xavi lanzó su caña a la caja y la enganchó por un extremo. La caja se volteó y su contenido cayó al mar..., cuando consiguió traerla a la orilla, Xavi subió la caja, casi estuvo a punto de volver a tirarla, al creerla vacía, entonces maullé. Débilmente. Xavi abrió aquella caja que creía vacía, y en un rinconcito, asustado estaba yo.
   Dicen que hay que esterilizar a los gatos, para que no se propaguen, por eso ya casi no hay gatos vagabundos. Mi madre no estaba estirilizada. Se escapó una noche. Mis hermanos y yo éramos un problema, no nos podían mantener. Así que nos tiraron al mar. Todos murieron menos yo. Xavi, al abrir la caja dijo ¿que cosa es ésto?. Por eso me llamo Cosa, me gusta mi nombre. Con Xavi fuí feliz, crecí a su lado, jugaba conmigo, me quería y eso se notaba. Nunca más sentí que me quisieran mis otros "amos".
   Pero Xavi murió. Le dió un infarto en la calle, entre sus cartones. Vino una ambulancia y se lo llevó. Yo quedé en aquella caja de cartón donde después algún niño me recogió...
   Y ahora comprendo, con el tiempo, lo que aprendí con mi padre. Él era libre en la calle. Ahora saboreo como él cada momento, sabiendo que puede ser el último.
  

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